Asear la pieza no es algo tan simple y, por ende, no es algo que hago todos los días. Si es por sacar la cuenta a fin de establecer una frecuencia o una probabilidad de hacerlo, creo que sería 1 vez al año o tal vez menos. Y es que me he dado cuenta de que lejos de toda la lata que significa correr algunos muebles y encontrarse con basura milenaria además del temor a encontrarse con más de alguna araña de rincón cobijada bajo los escombros, creo que se ha transformado en todo un ritual casi de sanación. Casi como hacer yoga sentado en la alfombra, descalzo, con un incienso encendido que humea y música ad hoc. Pero como no podemos poner a una pieza entera a hacer yoga, lo único que nos queda es hacerle un aseo físico con nuestras propias manos. Parece tan simple, pero en realidad no lo es y hay que reconocer que da mucha flojera. Son de esas cosas que hay que hacer sin pensar, tal y como lo hice yo.
Día martes 10 de febrero, me despierto e mediodía con el calor de verano que se ha hecho sentir en los últimos días. Me despierta mi Lely antes de salir. Me quedo solo en la casa, estoy en pijama y no tengo nada que hacer, sino esperar a que llegue mi mamá como a las 3 de la tarde. Grandiosa idea: ¡ordenar la pieza! Es que era un mal necesario. Corrí el baúl para ver si podía poner la silla al otro lado, pero al final no se podía. De todos modos, abrí el baúl y salieron a flote -junto con el polvo y las pelusas acumuladas- un montón de recuerdos que tenía en standby: el último tetris que tuve y ya no funcionaba, las cartas de dominó que eran el regalo de mi cumpleaños número 2, las autitos con los cuales me entretuve horas haciendo los enormes tacos en la casa que hacían resbalar a los adultos (y me enojaba cuando alguien siquiera los movía o pisaba), el trencito a pilas que me regaló mi bisabuela algunos años antes de morir, las cartas de amigos y amigas de algunos años atrás y las infaltables "bolitas" que cuando niño me encantaba juntar. Fue como un flash back a esos momentos de infancia que quedaron atrás y al olor a Punta Arenas que aún sigue dando vueltas por aquí.
Era necesario el orden. Unas cuantas bolsas de cosas para botar se fueron acumulando. Lo siguiente fue subirme en una silla a limpiar la repisa. Más y más sorpresas: acumulaba cerca de 20 cassettes y 6 diskettes. Y pensar que en un momento los compraba a cada rato y la vida sin ellos eran difícil, ahora ver un diskette es casi un hecho insólito. Lo siguiente, fue el reencuentro con los peluches de infancia. Destaca "Huguito", el peluche que me regaló mi Lely cuando yo tenía 4 años, recuerdo que lo había dejado guardado en la casa de mi bisabuelita y lo fuimos a buscar allá; también puedo mencionar al Pingüino sureño al que nunca le puse nombre, que me regaló una amiga de infancia magallánica, Marcela. En ese momento me di cuenta de lo mucho que me gustaba recibir peluches de regalo y de que hacía tiempo que no me regalaban uno, de que hace mucho que tampoco regalo uno y que realmente quisiese regalar uno. Cómo pasa la vida y uno se da cuenta, pese a tener sólo 20 años.
Junto al cambio de orden de algunas cosas, incluso aspirar la pieza, creo que me siento renovado. Un cambio necesario, un aseo espiritual a la vez. Dicen que el hombre debe vivir del presente y los museos del pasado, pero creo que es necesario reencontrarse con sucesos de tu vida que te han hecho aprender. Sobre todo, con tus errores, porque te permiten ver que tus huesos no son de cristal y que has podido soportar los golpes de la vida. Y en mi caso, me permitió volver a darme cuenta de que he tenido la suerte de estar rodeado de gente valiosa, de que he tenido grandes experiencias cuyo legado es mucho más duradero que los malos ratos. Recordar el pasado ayuda a ver en lo que nos hemos convertido hoy: ojalá sea siempre satisfacción, si no, el primer avance es darse cuenta de que hay que volver a buscar el camino.